Aquel conejito sabía que la
tormenta pasaría, que lo único que podría hacer sería dejar que la poca luz que
el sol arrojaba entre los nubarrones entrase por la puerta de su madriguera.
No sabía en qué momento había
comenzado aquel temporal, si fue de golpe o si las nubes se habían ido
acumulando a los pocos, si había chispeado previamente o de repente comenzaron
a caer los calderos de agua que ahora estaban empapando su bosque. No era la
primera, ni la vigésima vez siquiera que aquello pasaba, por eso la
tranquilidad estaba de su lado; tiempo es la solución para los fenómenos
incontrolables. Todo pasa y nunca llovió que no escampara, pero reclusión en su
pequeño agujero era lo que le quedaba de momento. No podría dar brincos los
siguientes minutos, tal vez horas, incluso había llegado a vivir esa situación
durante días.
Espera
ansioso que se disipe la tormenta, aquel gazapo había aprendido que el sol
brilla con mucha más fuerza cuando consigue lucirse tras haber sido ocultado, como
si tuviera la necesidad de fanfarronear, que
las flores recién regadas se muestran bellísimas cuando las tocan los
rayos que consiguen hacerse hueco entre las nubes y van poco a poco ganándole
la batalla a la oscuridad.
El
conejito lo veía todo gris, hasta la flor más coloreada sólo parecía de
distintos matices comprendidos entre el blanco y el negro en ese momento, pero
él sabía perfectamente que aquel bosque no era así, que algo ajeno a él lo estaba
oscureciendo en su visión,sin darle siquiera la posibilidad de hacer algo por evitarlo más que dejar que pasara; la paciencia era una virtud que había ido adquiriendo a base de chaparrones, confiaba en que sería muy pronto cuando volvería a ver todos los colores escondidos, que podría saltar el arcoíris que aparece tras parar la lluvia.