Hoy no traigo una fábula, ni un
cuento, ni una conclusión, ni ninguna mentira de las que acostumbro últimamente
a colgar en este blog, hoy os traigo un recuerdo real. Dudo que mucha gente se
acuerde de qué estaba haciendo el 21 de octubre de 2014, yo sí, estaba
ingresada en un hospital, fue el día en que lo que me estaba trastocando la
vida tuvo nombre, fue el día que me dijeron que tenía esclerosis múltiple.
Entera me mantuve cuando oí su
nombre, era como un cristal astillado en cientos de miles de pedazos, un
cristal astillado a través del que se podía ver una silla de ruedas. La primera
idea que se me pasó la cabeza, la primera idea que duró lo que a mí me pareció
una eternidad. Lo siguiente que me dijeron fue que me iban a hacer una punción
lumbar, fue como si una mosca se hubiese posado en aquel desquebrajado cristal
y todas las pequeñas piezas que lo formaban se cayesen sin dejar rastro de
integridad alguna. Comencé a llorar, creo que en mi vida lo había hecho con tantas
ganas, podía saborear las lágrimas ya que necesitaba coger aire por la boca
para no ahogarme; nunca había sentido que la vida pudiese ser tan injusta,
jamás se me había pasado por la cabeza que eso me pudiese ocurrir a mí y sobretodo
pensaba, ¿por qué yo?
Llegaron
los consuelos; que podría llevar una vida normal, que estábamos en 2014 y la
medicina había avanzado mucho en este campo, que ya sabía que eso podía ser,
que estaba respondiendo bien a los corticoides... . Como quien oye llover, yo
seguía llorando. Ira, rabia, impotencia, tristeza… todos esos sentimientos
indeseables que por fortuna solemos tener por separado, se cocían en mi interior.
Sólo quería gritar y llorar, y eso estuve haciendo durante mucho rato, horas,
hasta que se me acabaron las lágrimas, hasta que me escocieron los ojos. En ese
momento no sabía qué hacer, estaba desahogada y ya no era capaz de seguir
llorando, única medida que había tomado hasta el momento, y decidí aferrarme a
las palabras que había dicho la neuróloga mientras parecía que no le hacía
caso. No me las llegué a creer de todo, nunca había estudiado nada de la
enfermedad, no sabía qué era exactamente, la conocía como la enfermedad de
la silla de ruedas, pero pese a eso empecé a pensar en que me gustaría
aprovechar al máximo todo el tiempo que me quedase.
Ahí empezó un brote distinto al
que estaba padeciendo, un brote de optimismo y positividad, un brote que siguió
y sigue creciendo.
Tras el tiempo que pasé llorando
ningún médico se acercó a mi habitación a decirme que había conseguido disolver
en agua salada la enfermedad, había que abordarla de otra manera, empecé a
leer, a conocer, a aprender y por lo tanto empecé a acostumbrarme, a perderle
el miedo, a volver a vivir. No fue un proceso fácil, no sabría decir cuánto fue
exactamente el tiempo que me llevó, pero lo conseguí.
He aprendido mucho en el último
año, dicen que los golpes son una buena manera de memorizar, las heridas y las
cicatrices son una marca de las lecciones aprendidas y yo tengo una resonancia
llena de ellas que avala que así ha sido.