Por todos es conocido el cuento de la princesa y el guisante, pero ahora voy a contar la historia de otra princesa, antagónica por completo, y sin parecerlo princesa de pies a cabeza.
Tal vez una breve descripción de su delicado físico nos ayude a encajarla mejor en la característica fragilidad de los de sangre azul. Tez pálida en la que destacan unos colorados pómulos, coronados estos con dos ojos de un color tan difícil de explicar como hermoso, como si un gris se hubiese mezclado mal con un verde, como si una aurora boreal en un día nublado iluminara el cielo. Nariz rematada a la perfección, acompañando a unos carnosos labios rosados. Pequeña y delicada parece; pero su aspecto no es más que una bonita fachada.
No dice nada, muchas veces ni cuando se le pregunta cómo ha pasado esa noche, pues ella aguanta el dolor callada. Y es que si la versión clásica hablaba de la incomodidad experimentada por una princesa hacia un guisante escondido bajo una cuantiosa pila de colchones; en este caso es una fina capa de espuma la que separa a nuestra protagonista de un pedregoso somier; castigo impuesto años atrás por una desconocida realmente muy conocida, maldición sin capacidades de reversión, una vitalicia absurda condena. Cantos rodados, guijarros, otras afiladas como cuchillos, grava esparcida… una verdadera tortura. Y así, noche tras noche, se acuesta nuestra princesa sin dejar que su sonrisa se pierda, resistiendo las adversidades impuestas, sin molestar, callada como ella es para según qué cosas…
Algo cambió el día que descubrió que no solamente a ella se le había impuesto una tortura semejante, sino que habían tocado una de las pocas cosas que consideraba que debía cuidar y proteger con su vida, la que para ella siempre sería su princesita particular, alguien que llevaba tanto tiempo con ella que consideraba que era parte de su ser, alguien que consiguió ponerse en su piel cuando una maldición transformó también su cama. La benjamina del palacio había sido maldecida también, y fue más doloroso que todas las noches maldormidas hasta entonces.
La pequeña no se callaba, protestaba, se enfadaba, se pasaba el día quejándose… hasta que se dio cuenta de que nada iba a cambiar y buscó una inexistente solución para ambas.
No, sin duda era imposible, por más piedras que sacaran de las camas siempre acababan multiplicándose, y entonces decidieron dejar de pelear contra los problemas, no era una lucha que pudieran ganar, pero sí comprendieron el término resiliencia, no podían hacer nada con las piedras, pero sí podían ampararse más de ellas.
Pasaron días paseando por campos y prados, recolectando flores con las que poder llenar más los colchones y proteger sus aparentemente frágiles espaldas, curtidas realmente de tanto reposar sobre los escarpados lechos.
Y así fue como las dos dejaron de sufrir tanto a las noches, más acomodadas se encontraban en sus nuevos colchones, sin conseguir nunca la plenitud del confort, pero sabiendo que de ser necesario siempre podrían pasar la noche durmiendo juntas, comprendiéndose la una a la otra, entendiéndose, empujándose, tendiéndose una mano para ayudarse e, incluso de ser necesario, recolectando flores para la otra el día que una no pueda salir.
Porque si algo caracteriza a la dinastía de nuestra historia, es el amor que sienten la una por la otra, las alegrías y tristezas que comparten y la necesidad de sentir que la otra se está riendo; tanto si duermen en cuartos contiguos como si lo hacen separadas con tierras y mares mediante, o con millones de años luz entre sus respectivas estrellas.
sábado, 31 de decembro de 2016
Las principitas
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